Vivimos atrapados en normas

Hace años, cuando aún peleaba contra mi compulsión por la comida, un día, después de darme un atracón, me quedé pensativa durante un buen rato. Finalmente, publiqué en mis redes sociales mi conclusión:

“Atracarme de comida es un puto acto de rebeldía. Comer de este modo es la única forma de permitirme perder el control sin hacer daño a nadie. A nadie más que a mí misma, claro”

Y es que vivimos atrapados entre normas, reglas, leyes… Lo peor es que no basta con respetar el 50 km/h de la señal de tráfico, o estar a las 9 puntual en el trabajo. Lo más asfixiante son esas reglas tácitas, impuestas socialmente. Estas infracciones se pagan con vergüenza y aislamiento social y no con un importe económico.

Conozco a una niña que escribe y dibuja de maravilla, pero ella trata de ocultar esas habilidades para ser aceptada en su grupo de adolescentes. Sus compañeros consideran de frikis tener hábito lector o manejar un vocabulario que supere el centenar de palabras y no finalizar cada frase con un “tía”. Coetáneos que se encargan de hacerle sentir que sus fortalezas son debilidades. Y ella se lo cree, claro.

En mi contrato de trabajo no decía que debía posicionarme entre los mejores vendedores de mi empresa a nivel nacional. Pero mi jefe de ventas se encargaba de mandar un e-mail a todo el equipo, cada semana, con el ranking de consecución de objetivos. Para escarnio de quienes ocupaban los últimos puestos. Pero, para que haya vendedores ocupando los primeros puestos, tiene que haber otros en los puestos inferiores.

Sucede parecido con los percentiles de talla y peso de los niños, que se crearon, os lo digo yo, para tormento de las madres con hijos menudos. La norma nos hace creer que tu hijo tiene que estar entre los percentiles más altos para obtener el cum laude de la maternidad. Porque si tu hijo está en percentil bajo, mira a ver bonita, que algo estás haciendo mal.

¿Todas las normas son necesarias?

Nuestra vida está llena de normas. Algunas de ellas son necesarias para vivir en sociedad. Y, desde luego, resulta utópico imaginarnos sin ellas. Pero ¿de verdad necesitamos tantas? Yo ahora conduzco 20 metros sin el cinturón de seguridad por un pueblo de cincuenta habitantes y mi cuerpo libera adrenalina como si estuviese saltando en paracaídas. ¡Venga ya!

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Las normas no sólo suponen una presión añadida y absolutamente innecesaria en muchas ocasiones. Sino que llegan a configurar nuestro sistema de creencias. Así, modifican nuestra percepción de la realidad y afectando a nuestros pensamientos, emociones y reacciones.

Si la norma es que nuestros hijos tengan estudios universitarios, ¿qué sucede con los alumnos con necesidades educativas especiales? Grandes personajes de la historia presentaron un fracaso escolar absoluto, para acabar siendo grandes triunfadores en la edad adulta. Pero la regla dice: “Si ya eres un fracasado de pequeño, lo serás toda la vida”.

Las normas también dicen cómo debe ser una relación de pareja: “No es normal que cada cual lleve su vida y se vean tan poco”. Te dicen cómo debe ser la persona que entre en tu vida. ¿Quién no ha escuchado alguna vez el “No te pega” o “No lo veo para ti”? ¿Quién eres tú para decidir quién me hace feliz?

Las normas te dicen que está muy bien todo lo que ya conseguiste, pero si bajases un poco de peso ya sería la leche. ¿La leche para qué, para crear un mundo lleno de personas que se engominan todos el flequillo hacia el mismo lado?

Y así andamos por el mundo: Normalizando vidas, colgando etiquetas y sentenciando de muerte las personalidades auténticas.

¿Y si vivimos con menos normas?

Pues yo propongo vivir con menos normas:

Prometo conducir por mi derecha y parar con el semáforo rojo, picar viaje del abono de transporte cada vez que use el tranvía, pagar mis impuestos, reciclar los residuos de mi hogar y no usar aerosoles con CFC.

Pero también prometo serme fiel a mí misma y a mi esencia. Vivir despeinada, tener el cuerpo que me guste a mí, no a ti. Tener una relación de pareja a mi medida aunque no se atenga al canon, o seguir sola. Llorar o reír delante de la gente. Hacer lo que me dé la gana y no lo que se espera de mí.

Ser enteramente libre: de pensamiento, de actitud, de emociones, de cuerpo, de alma… por mucho que le escandalice a esta sociedad estabulada.

Y así, aunque sólo sea a ratitos, vivir sin normas, para no acabar muriendo por falta de aire.