El pasado fin de semana hice una escapada al Pirineo francés con un amigo. Él hace varias clases de spinning a la semana y sube con frecuencia a hacer picos del Pirineo, por lo que está en una forma física estupenda.

Mi estado físico deja mucho que desear, apenas llevaba dos semanas en el gimnasio, y sumaba mi hernia discal, secuelas de sendas intervenciones quirúrgicas fallidas en mis pies y espolones calcáneos. Vamos, un completo. Estos problemas restringen mucho mi movilidad, pero yo necesito sentir que hago algo más. Así que comencé a tomar antiinflamatorios dos días antes del viaje para poder afrontar las excursiones previstas.

Conocedor del estado de mis pies, él me dijo que había buscado una excursión cómoda donde poder ver algo bonito sin mucho esfuerzo. Parecía un plan fabuloso, hasta que se convirtió en una excursión al circo de Gavarnier, de casi diez kilómetros, contando una vuelta alternativa bordeando el río, con un desnivel de 430 metros, suelo pedregoso e irregular y más de mil novecientas kilocalorías quemadas en el pulsómetro de mi amigo.

Yo iba con zapatillas de running, él me había dicho que no hacía falta llevar calzado de montaña, luego me explicó que anteriormente sólo había hecho esa excursión hasta la mitad del camino y que no sabía que el último tramo era tan empinado y pedregoso.

PhotoGrid_1440915174578 (1)El caso es que empezamos el trayecto a muy buen ritmo, demasiado, según él: “Vas muy rápida” me decía. Yo estaba entusiasmada, me hacía mucha ilusión. La motivación me hacía subir los repechos muy pizpireta, tratando de que no se me notase demasiado el sobrealiento, ya que, no sé por qué extraña razón, daba por supuesto que todos los que me rodeaban eran avezados montañeros y para ellos era mucho más sencillo. Llegamos a un hostal donde todo el mundo aprovechaba a hacer un descanso y la mitad de los que hacían el trayecto, se daban la vuelta dando por finalizada su excursión. Más adelante supe por qué.

A pesar de que me amigo me dijo que ya faltaba poco para estar bajo la cascada más grande de Europa, resultó que no conocía ese tramo y era el más empinado, pedregoso y difícil. Yo camino mucho y rápido sobre asfalto, pero el terreno irregular me producía mucho dolor de pies, que se sumaba a mi cansancio acumulado. Veía la gente que había llegado a la cascada y parecían hormiguitas. Por mi mente no pasaba otra idea “Si ellos han llegado, yo también he de poder”.

Mi amigo me prestó sus bastones, asegurando que me facilitarían el ascenso, pero pronto vi que me sentía incapaz de acompasar bastones y piernas y, finalmente, se los devolví.

A tramos me detenía y pensaba “¿Voy a ser capaz?” Lo veía cada vez más lejos. Habíamos entrado en un repecho infinito con piedras que rodaban bajo nuestros pies a cada zancada. Dabas un paso y las piedras te hacían deslizar abajo la mitad de lo que habías avanzado, había que hacer un 150% de esfuerzo para continuar el ascenso. En varias ocasiones mi amigo me invitó a no continuar. Yo respondía que no de forma sistemática, pero hubo una vez, ya muy apuradas las fuerzas, que esperé un rato antes de contestarle. Entonces recordé el consejo que tantas veces he dado a otras personas “Cuando no puedas más, mira hacia atrás y ve todo lo que ya has conseguido” Así que me giré y vi el camino que habíamos dejado tras nosotros… impresionante. El hostal, que apenas podía distinguirse, no era ni la mitad del camino. Aquello me hizo tomar conciencia de que todo mi esfuerzo anterior no serviría de nada si ahora me daba la vuelta. Yo quería ver esa cascada, ese era mi objetivo del día y del viaje. Ese, y demostrarme que soy capaz de hacer muchas cosas, a pesar de las secuelas de mis operaciones.

DSC_0715 (1)Así que volví a cargar la mochila y seguimos hasta arriba. El final fue muy duro, durísimo, pero nada fue comparable a la satisfacción de lograrlo, la maravilla de hacerme la foto pegada a la cascada, comer sentada en una piedra junto a ella, salpicada por sus aguas cada vez que el viento soplaba hacia nosotros. Hubo un rato en que nos quedamos solos allí arriba, en silencio, frente a esa majestuosa maravilla natural. No serían más de 5 minutos, pero ese corto instante, mereció la pena la caminata, el esfuerzo, el cansancio, el desánimo… todo. Porque nada es comparable a la satisfacción de lograrlo.

Siempre que nos planteamos una meta, comenzamos animados. Conforma pasa el tiempo, hacen mella el cansancio y el desánimo. Precisamente eso sucede porque ya llevamos mucho camino recorrido, pero no somos capaces de verlo porque queda a nuestras espaldas. Tratamos de motivarnos con la experiencia de otros, que siempre nos parece que son mejores o tienen más suerte que nosotros. Probamos herramientas y recursos que pueden valernos, o no. Es importante no perder de vista el objetivo, pero no lo es menos valorar todo lo que ya hemos conseguido. Es muy posible que, justo ahí, encontremos la fuerza para llegar hasta el final.