Hoy he coincidido con mi vecina Cristina en el autobús de vuelta a casa. Cristina rondará los 70 años y era amiga de mi madre, es una de las mujeres más señoras que he conocido nunca, podría haber vivido en Mónaco y llamarse Grace Kelly. Ella siempre es muy amable y cariñosa conmigo, y me  ha dicho “Te veo tan guapa como siempre”. Yo he respondido con un irónico “Sí, sí…” La verdad es que he trabajado, y sigo haciéndolo, para no rechazar los halagos que recibo. Como nos enseñó mi querida Marián Frías: Sólo hay que sonreír y dar las gracias. Pero lo cierto es que en Milán he dormido más bien poco y he vuelto con unas ojeras considerables, que son de haber disfrutado mucho, pero ahí están. Y no embellecen, precisamente. Cristina ha añadido “Pues sí, eres preciosa, al igual que lo era tu madre” Y eso sí que me ha producido mucha ternura y me ha parecido un piropo precioso, aunque no fuese para mí. Porque mi madre no tenía una belleza espectacular, sus ojos no eran claros, ni grandes, pero tenía una piel de artista y una nariz fina y perfectamente perfilada, además de un pelo blanco platino natural que hacía las delicias de sus peluqueras. Era, lo que yo llamo, una belleza serena, sin estridencias, discreta. Como era ella. Yo creo que ese concepto de señora es el que las hace bellas, como a Cristina.

Yo siempre he recibido muchos piropos, y mucho más desde que me muevo en redes sociales y tengo muchos seguidores. Quizá a alguien le parezca una frivolidad lo que voy a decir, pero cuando me dicen lo guapa que les parezco o lo bonitos que son mis ojos, me llega a parecer banal. Si hay un mínimo de confianza, me gusta aclarar que tengo cosas de las que me siento más orgullosa que de mi cara, porque, después de todo, no es más que un regalo de la genética. No hace mucho recibí un privado de un chico «Enhorabuena por ser tan guapa»… ¿Enhorabuena? ¿En serio? ¿Qué mérito tiene ser guapa? A mí no me cuesta ningún esfuerzo tener los ojos azules, ni me sacrifico para tener el cutis que tengo, es más, jamás me he dado una crema hidratante, ni me hago limpiezas faciales, ni tratamientos de ningún tipo. Lo que te viene dado por genética son las cartas que se reparten al inicio de la partida. Luego, tú decides qué hacer con ellas y ya se verá si eres un buen jugador, que eso sí que tiene mérito. Pero no vayáis a pensar que sólo me han tocado triunfos en la primera mano, porque con los ojos claros venían también el genotipo ahorrador que predispone a la obesidad y un ADN con dos tipos de cáncer distintos, la metatarsalgia de mis pies y otros alicáncanos.

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Lo curioso es que siempre deseamos aquello que nos falta, pero, cuando lo conseguimos, tenemos una horrible tendencia a acostumbrarnos y dejar de valorarlo. Recuerdo cuando la ilusión de mi vida era vivir en una casa con árboles. Y lo conseguí, claro. Mil trescientos metros cuadrados de jardín, con piscina privada, huerto y cien metros de edificación en planta. Y sí, hasta a eso te acostumbras y dejas de valorarlo. Y entonces te quejas de las moscas por el día y de los mosquitos por la noche, de tener que pasar el limpiafondos a la piscina y de arrancar las malas hierbas o cortar el césped. Y empiezas a necesitar otras cosas. La insatisfacción parece ser el estado natural del hombre.

A mí me apena que esta sociedad valore más el envoltorio que el contenido. Y pienso en mi sobrina María, cuando era un bebé y yo me recorría todas las jugueterías de la ciudad buscando el mejor juguete para ella y, cuando se lo daba, ella quedaba fascinada mirando cómo se enredaba entre sus dedos la cinta roja brillante que cerraba el papel de regalo. Así nos deslumbra muchas veces el exterior de las personas. Tanto que, a veces, no vemos lo que tienen dentro.

A mí me produce más admiración una mujer que estudia un grado universitario, compaginado con su trabajo y el cuidado de sus hijos, que una cara bonita. Me seduce más una chica que pesa noventa kilos y que ha logrado bajar a ese peso a fuerza de perseverancia, que otra que siempre ha pesado cincuenta porque no le cuesta esfuerzo mantenerse en su peso.

Porque, si hay gente que brilla, son las personas que han sabido superarse a sí mismas, a pesar de todos los obstáculos que encontraron. Todos aquellos que no se resignaron y que trataron de ser mejores, en cualquier ámbito de su vida. Ya lo dijo Chaplin “La mayoría de la gente prefiere tener la certeza de que es miserable, que arriesgarse a ser feliz”. Y la felicidad no está en las posesiones materiales, ni siquiera en tener una buena pareja o éxito profesional, sino en convertirte en la persona que eliges ser. Yo me siento orgullosa de mí misma, me gusta cómo soy porque, cuando detecto un área de mejora, trabajo para cambiarla. Y eso me ha convertido en la mujer que soy: segura, independiente, amable conmigo misma.

La vida está llena de personas por las que deberíamos derretirnos de admiración, con sus respectivas historias anónimas que no conocemos porque no perdemos el tiempo en descubrirlas y porque ellas no tienen un perfil en redes sociales contando su relato de superación. El mundo está plagado de gente que ha sufrido y ha salido fortalecida, que podría escribir libros de autoestima y servirnos de ejemplo. A esa misma gente, la sociedad en general les mira el culo y la cara para decidir si sí, o si no.

Soy una persona valiosa y digna de amor, con mucho que ofrecer a las personas que tengo cerca. Afortunadamente, hay unas cuantas personas que pueden verlo. Para todos los demás, tengo unos bonitos ojos azules.